martes, 24 de septiembre de 2019

¿Desquiciado insistir en la importancia de lavarse las manos?

Imagen de Archivo

La fiebre puerperal era habitual en los hospitales durante el siglo XIX, con un desenlace frecuentemente fatal, provocando la muerte de muchas parturientas.

Salud / En 1825, al visitar a un paciente que se estaba recuperando de una fractura compuesta en el Hospital St. George en Londres, sus familiares lo vieron acostado sobre sábanas húmedas y sucias llenas de hongos y gusanos.
Ni el afligido hombre, ni los demás que compartían el espacio, se habían quejado de las condiciones, pues creían que eran normales.
Quienes tenían la mala suerte de ser admitidos en ese u otros hospitales de la época, estaban acostumbrados a los horrores que residían en su interior.
Todo apestaba a orina, vómito y otros fluidos corporales. El olor era tan ofensivo que el personal a veces caminaba con pañuelos apretados contra sus narices.
Los doctores, por su lado, tampoco olían exactamente a rosas. Raramente se lavaban las manos o los instrumentos, y dejaban a su paso lo que la profesión alegremente denominaba «el tradicional hedor hospitalario».
Los quirófanos eran tan sucios como los cirujanos que trabajaban en ellos. En medio de la habitación solía haber una mesa de madera manchada con reveladoras huellas de carnicerías pasadas, mientras que el piso estaba cubierto de aserrín para absorber la sangre.
Y había alguien a quien le pagaban más que a los doctores: el «cazador de insectos en jefe». Su trabajo era librar los colchones de piojos.
Los hospitales eran caldo de cultivo para la infección y sólo proporcionaban las instalaciones más primitivas para los enfermos y moribundos, muchos de los cuales estaban alojados en salas con poca ventilación o acceso a agua limpia.
En este período, era más seguro ser tratado en casa que en un hospital, donde las tasas de mortalidad eran de tres a cinco veces más altas que en entornos domésticos.
Como resultado de esta miseria, se les conocía como «Casas de la Muerte».

Favor lavarse las manos

En medio de ese mundo que aún no entendía los gérmenes, un hombre intentó aplicar la ciencia para detener la propagación de la infección. Se llamaba Ignaz Semmelweis.
Este médico húngaro trató de implementar un sistema donde tenían que  lavarse las manos, fue en Viena en la década de 1840 para reducir las tasas de mortalidad en las salas de maternidad.
Fue un intento digno pero fallido, pues fue demonizado por sus colegas.
Pero eventualmente llegó a ser conocido como el «Salvador de las Madres».

Un mundo sin gérmenes

Semmelweis trabajaba en el Hospital General de Viena, donde la muerte acechaba las salas tan regularmente como en cualquier otro hospital de la época.
Antes del triunfo de la teoría de los gérmenes en la segunda mitad del siglo XIX, la idea de que las condiciones miserables en los hospitales desempeñarán un papel en la propagación de la infección no pasaba por la mente de muchos médicos.
por: Redacción Vespertineando

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